domingo, 21 de febrero de 2016

Pascal: Burlarse de la filosofía es filosofar

Los Pensamientos de Pascal son una de las obras cumbre de la literatura francesa y de la filosofía universal. Su carácter fragmentario y paradójico ha inspirado las obras de autores como Unamuno, Kierkegard o los existencialistas.



Pascal no sólo fue un genio de las matemáticas (por ejemplo, en el campo de las probabilidades o el estudio de las cónicas) y de la física (con sus estudios sobre la presión atmosférica y el vacío), un ingeniero destacado (inventó la primera calculadora automática), un notable teólogo y un polemista destacado (según Gabriel Albiac, es el creador del panfleto político, con sus Cartas provinciales), sino que es también un maestro en el uso de la paradoja. Pascal es el gran paradojista. Por eso le gustaba tanto a Unamuno, que también fue un gran amante del pensamiento paradójico. 
Para ellos, las grandes verdades son siempre paradójicas. A primera vista parecen contradictorias, incluso absurdas, y sólo después de ser pensadas detenidamente durante cierto tiempo pueden ofrecernos sus ansiados frutos. 
El pensamiento paradójico nos obliga a releer varias veces la frase que acabamos de leer por encima sin entenderla del todo (y, por lo tanto, a darnos cuenta de que no leemos bien, de que todavía no sabemos leer), a volver a pensarla, a meditarla una y otra vez, a rumiarla (a hacerla nuestra e incorporarla a nuestro ser), para entender el significado auténtico que se esconde detrás de una expresión chocante. El pensamiento paradójico es un intento –puede que desesperado– por ir más allá de los grilletes de una lógica que se antoja insuficiente y limitadora. 

Lógica ilógica 

El pensamiento expresado en paradojas es propio de los espíritus angustiados, como Pascal y Unamuno. Por eso Pascal inaugura un tipo de preocupación y de pensamiento que se centra en el sujeto “de carne y hueso”–que diría Unamuno–, en la existencia concreta del individuo, en su vida real. Un tipo de pensamiento que tendrá su continuación en los autores marginales del siglo XIX que huirán a toda costa de la sistematicidad y que preferirán “filosofar desde la indigencia de su propia existencia”, como dice Hans Küng. Autores, como Nietzsche o Kierkegaard, para quienes las preguntas existenciales (sobre el sentido de la vida, nuestro lugar en el mundo y en el más allá) son las fundamentales. Este tipo de reflexión culminará mediado el siglo XX, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, con los filósofos existencialistas. Nadie lo ha expresado con mayor contundencia que Camus, en el párrafo inicial de El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen después. Se trata de juegos; primeramente hay que responder”. Es el espíritu que inaugura Pascal en Pensamientos.

Koans filosóficos

El libro que conocemos como los Pensamientos de Pascal es una obra póstuma (la primera edición es de 1670, ocho años después de su muerte) e inacabada que el autor no pudo concluir. Lo que nos ha quedado han sido las anotaciones sueltas que Pascal fue acumulando con la intención de escribir una apología del cristianismo que nunca llegó a terminar. “De ahí el carácter, no sólo fragmentario, sino indeterminado de casi todos los Pensamientos”, explica Xavier Zubiri en el prólogo a la selección de los Pensées que preparó en 1940 para Alianza (y que todavía hoy sigue reeditándose). A pesar de este carácter aforístico, Zubiri nos recuerda que los pensamientos de Pascal son “lo opuesto a un aforismo”, pues el autor nunca pretendió que lo fueran; fue su temprana muerte la que decidió que tuvieran esa apariencia. 

Espíritu geométrico

Los Pensamientos de Pascal están trufados de estas expresiones paradójicas, que muchas veces funcionan casi como koans budistas para las personas en las que predomina el tipo de pensamiento lógico –y que Pascal llamaba espíritu geométrico–, es decir, como auténticos cortocircuitados del pensamiento racional. 
Citaremos a modo de ejemplo algunos de las frases más representativas de este modo paradójico de pensar –y que Pascal llamaba espíritu de finura–: “Los hombres están tan necesariamente locos que sería estar loco, con otra clase de locura, el no ser loco”; “Lo que más me sorprende es ver que todo el mundo no se sorprenda de su debilidad”; “Quien no ama de sobra, no ama lo suficiente”; “No hay más que dos clases de hombres: los unos, justos, que se creen pecadores; los otros, pecadores, que se creen justos”; “Escribiré aquí mis pensamientos sin orden y quizá en una confusión sin objeto. Ése es el verdadero orden y el que señalará siempre mi fin por el desorden mismo”; y, por último, “La grandeza del hombre es grande en cuanto sabe que es miserable; el árbol no lo sabe. Es miserable, pues, saber que se es miserable, pero es grande conocer que se es miserable”.

Burlarse es serio

Pero detengámonos un poco en la cita que encabeza este artículo. Se encuentra al final de un fragmento que comienza así: “La verdadera elocuencia se burla de la elocuencia, la verdadera moral se burla de la moral. […] Burlarse de la filosofía es verdaderamente filosofar”. 
El fragmento, como otros muchos que abundan en el libro, es difícil de entender a primera vista (por su laconismo y su rotundidad), pero podríamos interpretarlo de la siguiente manera: la moral verdadera es aquella que relativiza la moral tradicional, pues es consciente de que ésta es limitada y provisional, y no es válida para todas las circunstancias y lugares. Y lo mismo podría decirse de la retórica: la verdadera retórica es la que renuncia a la ampulosidad típica de la retórica tradicional. Y también de la filosofía: la filosofía auténtica no se toma a sí misma tan en serio como la filosofía oficial; la filosofía progresa porque una nueva filosofía, más vigorosa y potente que la anterior, lucha contra la vieja filosofía, que está anquilosada en una forma de funcionamiento que ya no es útil ni eficaz (podríamos atisbar incluso una concepción dialéctica de la historia de la filosofía). 
No podemos olvidar que los filósofos han sido los primeros en burlarse de los demás y de ellos mismos, pues han sido los primeros en relativizar las cosas que los demás consideraban muy importantes (como la riqueza, la fama o el poder, pero también la religión, los dioses o la muerte), en burlarse de los modos de vida tradicionales, y en cuestionar prácticamente todo forma de vida existente. Siguiendo esta lógica, es lógico que los filósofos, que ponen en duda toda forma de vida, critiquen también la forma de vida filosófica. Si criticamos todo lo existente, pero dejamos sin criticar la filosofía, no seríamos coherentes. Si nos burlamos de todo lo que la gente ordinaria considera sagrado, también deberíamos burlarnos de la filosofía (por muy sagrada que les parezca a los filósofos, y quizás por eso). 

Dodgson y Carroll

Por lo tanto, la aplicación más estricta de la lógica nos conduce a una situación disparatada, ilógica y aparentemente absurda, pero que tiene mucho sentido. La lógica pascaliana es como la lógica de Charles Dodgson, que cuando se aplica hasta sus últimas consecuencias, desemboca en una serie de sinsentidos contra los que debe luchar la Alicia de Lewis Carroll. Una vez que uno desentraña la idea que se oculta tras los fuegos artificiales de la paradoja lingüística, el sentido del koan filosófico se aclara y no parece tan extravagante ni tan extraño; incluso puede parecernos una verdad de lo más sensata, casi de “sentido común”. 
Hay varios pensamientos de Pascal que reflejan esta lógica ilógica (“Los hombres están tan necesariamente locos que sería estar loco, con otra clase de locura, el no ser loco”) y nos advierten del peligro de aplicar la razón más allá de lo razonable (“quien no siguiera más que la razón estaría loco”), para que podamos evitar que razonable doctor Jekyll se convierta en el bestial señor Hyde. 

Jekyll y Hyde

Tal vez sea esta dualidad entre Jekyll y Hyde la que mejor defina la compleja personalidad filosófica de Pascal: alguien en quien convive en inestable equilibrio (me atrevería a decir incluso que en lucha continua) el espíritu de geometría (la racionalidad) con el espíritu de finura (el sentimiento), la razón y el corazón: “Conocemos la verdad no solamente por la razón, sino también por el corazón”. Aunque al final parece que es el corazón quien debe prevalecer sobre la razón, sobre todo para las cuestiones verdaderamente importantes: “Es el corazón el que siente a Dios, no la razón” y “Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento”. Incluso hay momentos en los parece que Pascal abdicase de la razón; como cuando afirma que “hay que renunciar a la razón para conservar la vida”.
Por otro lado, también podríamos intentar entender la cita que estamos analizando con este otro fragmento de los Pensamientos de Pascal: “No nos imaginamos a Platón y a Aristóteles más que con grandes togas de pedantes. Eran gentes honradas y, como los demás, reían con sus amigos. Y cuando se divirtieron en hacer sus leyes y sus políticas lo hicieron bromeando. Era la parte menos filosófica y menos seria de su vida; la más filosófica era vivir sencilla y tranquilamente”. 
En este párrafo queda claro que hay algo más serio que la filosofía: nuestra vida. Y que para Platón y Aristóteles, los filósofos más grandes de la Antigüedad, llevar una vida buena era más importante que engendrar una gran filosofía (que era algo así como un mero juego). Por lo tanto, no deberíamos tomar la filosofía demasiado en serio, deberíamos burlarnos de la importancia excesiva que se dan los filósofos, de esa especie de autobombo que a menudo les acompaña y centrarnos en lo importante. 
Aquí podemos entrever toda la problemática existencial que después será desarrollada por los filósofos existencialistas.

Primer existencialista

Pascal es el primer filósofo existencialista (o el segundo, si consideramos a san Agustín como el primero), pues su lógica implacable le conduce a un callejón sin salida en el que no puede utilizar la lógica (razón) para salir; sólo le queda el sentimiento (el corazón). “Cuando considero la corta duración de mi vida –nos confiesa apesadumbrado–, absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí, porque no existe ninguna razón de estar aquí y no allí, y no en otro tiempo. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y voluntad de quién este tiempo y este lugar han sido destinados a mí?”. 
Su visión del ser humano no es precisamente optimista: “Imagínese un número de hombres encadenados, y condenados todos a muerte, varios de los cuales son degollados cada día a la vista de los otros, quienes ven su propia condición en la de sus semejantes y, mirándose unos a otros con dolor y sin esperanza, aguardan su turno. Ésta es la imagen de la condición de los hombres”. “Bogamos en un vasto medio –dice en otro lugar–, siempre inciertos y flotantes, empujados de uno a otro extremo; cualquier término donde pensáramos adherirnos y afirmarnos, vacila y nos abandona, y, si le seguimos, escapa a nuestra captura, se nos escurre y huye, en una huida eterna; nada se detiene para nosotros”.
Esto podría haberlo escrito perfectamente Unamuno (quien parece estar poseído por el espíritu de Pascal). 

Sentimiento trágico

De hecho, Pascal y Unamuno son dos almas gemelas. Quizás nadie como el segundo haya desarrollado con tanto acierto algunas de las intuiciones pascalianas. Los dos utilizan expresiones paradójicas (que intentan escandalizar el sentido común del hombre de la calle, del Sancho Panza que todos llevamos dentro) y se nutren de una preocupación de tipo religioso. Podríamos decir que Unamuno es nuestro Pascal (y también nuestro Kierkegaard). 
Cuando se cita algunos de sus pasajes más famosos, parece como si fuese Pascal quien estuviese hablando por boca del propio Don Miguel: 
“Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche […]. Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales –la ontológica, la cosmológica, la ética, etc., etc.– de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los zapateros en términos de zapatería. Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y una futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón. […] Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y mi consuelo. […] Y no griten “paradoja” los mentecatos y los superficiales. No concibo a un hombre culto sin esta preocupación […] Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos, si puedo. […] Que busquen ellos como yo busco, que luchen como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.” (Mi religión, 1907)

Antítesis de Descartes

Nadie hay más opuesto a este sentir trágico de la vida de Pascal y de Unamuno que el plácido y terrenal Descartes, quien parece un prudente Sancho Panza al lado de estos dos desaforados Don Quijotes. Mucho se ha escrito sobre las divergencias de enfoque entre la filosofía de Descartes y la de Pascal. 
> Para Hans Küng –en ¿Existe Dios?, Cristiandad, 1979–, Pascal representa el hombre del pathos frente a Descartes, el hombre del método. 
> Para Gabriel Albiac, “la obra de Descartes huele a sudor; la delicada filigrana mínima de Pascal solo trasluce, a veces, sangre” (Pascal, Barcanova, 1981). 
El 24 de septiembre de 1647 se produce en París el encuentro entre los dos personajes: entre un Descartes en el apogeo de su gloria y un Pascal gravemente enfermo. “Descartes se muestra receloso –nos cuenta Hans Küng–; Pascal permanece cauto. No son enemigos, pero tampoco se hacen amigos. Todo queda en mutuo respeto, puede que en admiración”. 
En este encuentro se pondrán de manifiesto, según Gabriel Albiac, “dos modos de pensar sobre cuya base operan dos metafísicas contrapuestas”. El encuentro tuvo tanta importancia que incluso se ha convertido en obra de teatro: El encuentro entre Descartes y el joven Pascal (Trifaldi, 2008), una pieza que escribió Jean-Claude Brisville a mediados de los ochenta y que Josep Maria Flotats ha llevado a escena recientemente por con gran repercusión y maestría, y donde podemos ver el choque entre un Pascal trágico e intransigente y un Descartes moderado y apacible. (Sugerimos a los lectores que si no pudieron ir a verla, siempre les quedará la posibilidad de leerla). La obra de Brisville refleja a la perfección el choque entre estas dos mentalidades: la trágica de Pascal (“¿Ha de ganar siempre su razón al latido de su corazón?”) y la racionalista de Descartes (“No me basta con creer, necesito saber. ¿Supone esto un pecado para usted?”). 

Por: Gabriel Arnaiz

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