viernes, 19 de febrero de 2016

Sócrates; filosofía mayúscula

Maestro de maestros, creador de la mayéutica, sabio de referencia de la Grecia que sería el germen de toda la cultura occidental... En la filosofía hay nombres que se escriben con mayúscula y el de Sócrates es el primero de la lista.


No es fácil escribir un artículo sobre Sócrates, pues uno siempre teme tanto quedarse corto como pasarse, aunque lo último es difícil dado el tamaño histórico de la figura. Sócrates fue, haciendo una comparación malsana, como Newton para la ciencia o Miguel Ángel para la pintura: no el primero, pero sí uno de los más grandes. Los logros de los que vinieron después pueden ser dignos de mención sin duda alguna, pero no mentiríamos si dijéramos que sin él es probable que la cadena se hubiera roto, o directamente, quizá nunca habría existido. El mundo de la filosofía no se entiende sin el sabio griego, una de las mentes más influyentes de la Historia.
Sócrates nació y vivió en la Atenas del siglo V a. C. (470–399), época de mayor esplendor de la polis, por aquella época centro cultural e intelectual donde se definieron algunas de las ideas que son hoy la piedra de toque de toda la cultura de Occidente. Ahí abrió los ojos por primera vez Sócrates, en una familia de clase media. Su padre, Sofronisco, era cantero y escultor de profesión, mientras que su madre, Fainarate, era comadrona. De ambos bebería la vida y obra del pequeño Sócrates.

El feo de la polis

Una de las primeras referencias a Sócrates era su fealdad. Bajito, barrigón, con los ojos saltones y la nariz respingona, sufrió pronto las burlas de los demás, algo que sería una constante a lo largo de su vida. Otra cosa es que a él le importara.
Recibió educación de la mano del filósofo Arquelao, quien le instruyó en cuestiones de física y moral. También recibió una educación básica en literatura, música y gimnasia, que aderezó más tarde con conocimientos de retórica y dialéctica de los sofistas (nombre dado en la Grecia clásica al que hacía profesión de enseñar la sabiduría, aunque con el tiempo tendría connotaciones despectivas). Ya desde su juventud llamó la atención por su gran inteligencia. Sócrates tenía un ingenio vivo y una curiosidad insaciable, a lo que unía una finísima ironía que, combinada con su excepcional capacidad de análisis y razonamiento de conceptos, le llevaba a tener conversaciones largas y complejas con tertulianos y gentes de todo tipo, a las cuales disfrutaba poniendo contra las cuerdas a base de preguntas enrevesadas, base de su futuro método.
Pero aún queda tiempo para eso, pues de entrada Sócrates se dedicó a labores junto a su padre como escultor, lo cual tampoco duraría. Con la llegada de la Guerra del Peloponeso (que supondría el fin de la hegemonía de la culta Atenas y el auge de la violenta Esparta) decidió participar en ella como hoplita, combatiendo en las batallas de Potidea, Delio y Anfípolis, mostrando al parecer gran valor en el combate. En la primera de ellas salvó la vida del famoso estratega Alcibíades, a quien le uniría una poderosa amistad.
Pese a esa fealdad tan reconocida, Sócrates contrajo matrimonio con una mujer de buena familia, Jantipa (o Xantipa), mucho más joven que él. Juntos tuvieron tres hijos, que no siguieron los pasos de su padre: Lampédocles, Sofronisco (en honor al padre del filósofo) y Menexeno. La tradición histórica se refiere a Jantipa como una mujer de terrible carácter, profundamente crítica con su marido, al que humillaba continuamente. Una de las más famosas anécdotas, de la que no obstante no hay pruebas, hace referencia a que, tras una dura pelea, Jantipa vertió sobre la cabeza de Sócrates el contenido de una palangana, a lo que el filósofo respondió con ecuanimidad: “Antes de que la tormenta acabe, llueve”. Según los últimos estudios en torno a su figura, Jantipa no era tal: no solo irascible, áspera, inaguantable y de carácter agrio y violento, sino también una mujer cercana y próxima que nos causa cierta simpatía. Una mujer llena de ternura y cubierta de lágrimas el día de la muerte de su marido, hospitalaria, maternal, sacrificada con sus hijos y piadosa, que ruega a los dioses que le concedan a su familia toda clase de bienes. 
En la Atenas de la época se decía que ningún esclavo quería que se le tratara de la manera que se trataba Sócrates a sí mismo. Excepcionalmente austero y frugal, vestía siempre el mismo manto viejo y gastado, huía de los placeres de la comida y la bebida como de la peste y no conocía el lujo. Tenía una idea muy concreta de lo que debían ser las virtudes que un hombre debía seguir para no ser infeliz y mostraba una coherencia fortísima entre sus pensamientos y sus acciones, lo cual hizo que ganara fama.

El griego humilde

La mayor virtud que poseía era su humildad, curiosamente el trampolín que habría de convertirlo en uno de los griegos más famosos de todos los tiempos. No se trataba de una falsa modestia a la que estamos tan acostumbrados hoy día, sino que dudaba profundamente de sus conocimientos. Alarmado y desconcertado por su –considerada– enorme ignorancia, buscaba continuamente a hombres sabios de los que aprender, abordándolos allá donde estuvieran con la esperanza de poder resolver aquellas cuestiones que se planteaba. El problema era, por un lado, la cantidad de preguntas que hacía, y en segundo, que el resultado siempre era el mismo: acuciados por las sutiles preguntas de Sócrates, por su capacidad de hilar conceptos y su insistencia en llegar al fondo de los asuntos, todos terminaban tarde o temprano cayendo en alguna contradicción, de lo que Sócrates, los que les rodeaban, e incluso ellos mismos, concluían que no eran tan sabios como se decían.
A la hora de interrogar a los sabios, Sócrates usaba una imagen sumamente curiosa: se hacía el tonto. Haciendo gala de esta postura ignorante, nuestro protagonista iba poco a poco desgranando e indagando en las respuestas de sus interlocutores, una técnica que con los años se ha definido como ‘ironía socrática’ y que es la base de la mayéutica.
Pronto la fama de Sócrates quedó implantada en toda Atenas. Aquel hombre feo, que dudaba de todo y vestía como un esclavo, hacía gala de unos conocimientos, un autocontrol y una capacidad intelectual contra los que nadie parecía poder competir. Querofonte, buen amigo y admirador de Sócrates, decidió un día acudir al Oráculo de Delfos para obtener la respuesta a la pregunta que le rondaba la cabeza: ¿era Sócrates, su amigo, el hombre más sabio de la polis? La pitonisa confirmó su apuesta: no existía nadie más sabio en toda Grecia.
Él, humilde, sabedor de su propia ignorancia, dudó de la afirmación del Oráculo. Solo sabía que no sabía nada y debió pensar que mientras tuviera esa certeza en su interior poco importaba lo que dijeran los dioses.

Maestro de maestros

Una de las características del sabio ateniense es que no basaba su sabiduría en la acumulación de conocimientos o el dominio de múltiples disciplinas. Lo que quería, lo que hacía, era revisar aquellos ya existentes, puliéndolos una y otra vez mediante un sistema inductivo, construyendo cimientos sólidos sobre los que construir sus ideas. Y ello tenía suma importancia para él, pues el conocimiento –el verdadero– era la más grande virtud que podía poseer el ser humano, del mismo modo que la ignorancia es su mayor vicio. El ser humano solo se comporta de un modo malvado o equivocado debido al desconocimiento de la verdad –en su opinión–, por lo que era necesario alcanzarla real y plenamente, de modo que pudiera ser transmitida para eliminar la ignorancia. Sócrates creía a ciencia cierta que si todos ‘supieran’, el mundo sería un lugar del todo virtuoso. Él trató de predicar con el ejemplo.
Una de las razones por las que Sócrates ha pasado a la historia de la filosofía y es citado por decenas de filósofos y escuelas posteriores, es que fue uno de los mejores y más notables maestros de la antigüedad. Muchos de sus discípulos se convertirían por derecho propio en pilares fundamentales del conocimiento humano, pero es probable que nunca hubieran existido sin la influencia de nuestro protagonista. Entre los discípulos de Sócrates se encontraban Platón, Antístenes, Aristipo, Jenofonte, Euclides, Fedón, Esquines y un largo etcétera. Algunos de ellos fundaron escuelas vitales para el conocimiento de la época, como la platónica (de Platón), la cínica (de Antístenes) o la cirenaica (de Aristipo); pero es que estas mismas escuelas y sus fundadores fueron el germen sobre el que se desarrollarían otras, como la aristotélica (de Aristóteles, discípulo de Platón), la estoica (de Zenón, que usó y matizó muchos principios de la escuela cínica) o la epicúrea (de Epicuro, quien llevó un paso más allá –o más acá, según se mire– las tesis hedonistas de Aristipo)… Con todo ello, la huella de Sócrates se pierde en el universo filosófico y no es de extrañar que haya pasado a la historia como ejemplo de la vida superior del sabio.
¿La pega? Que solo podemos basarnos en leyendas y escritos de terceros. Sócrates prefería el diálogo y la discusión a la escritura como medio para alcanzar el conocimientos, por lo que no nos dejó ni una sola línea escrita con sus ideas. En lugar de eso, las pregonaba por los mercados y plazas públicas de la época a quien tuviera el placer de cruzarse en su camino, y fueron sus discípulos quienes se encargaron de difundir sus citas y teorías. Esa es la verdadera razón por la que es complicado diferenciar las enseñanzas del maestro de las de los alumnos: las tesis de unos y otros se solapan.

La muerte del sabio

Lamentablemente, si en una cosa no ha cambiado el mundo desde la antigüedad hasta nuestros días es el precio que puede tener la fama. La de Sócrates, además de admiración y respeto, levantaba envidias, suspicacias y miedos. El hombre que todo lo dudaba también era capaz de hacer dudar a quienes le escucharan y eso era algo que nunca han querido aquellos que llevan las riendas del poder: la masa que duda no cree, y a los que no creen no se les puede controlar fácilmente.
Sócrates fue acusado de ser una mala influencia para los jóvenes y la sociedad de Atenas, pues se esgrimía que de sus enseñanzas se podía extraer que no creía en los dioses de la polis, una ofensa que en la época se pagaba con la vida. Sócrates fue condenado a muerte, y pese a que la sentencia era injusta y sus contactos podían darle la posibilidad de huir, la aceptó ante la incredulidad de sus discípulos. Como siempre, tenía una buena razón para ello: él pensaba que las leyes, injustas o no, estaban para cumplirlas, y todo ciudadano decente tenía la obligación de plegarse a ellas o las sentencias derivadas de las mismas.
El método usado en la Grecia de la época era el envenenamiento por cicuta, que provocaba una parálisis progresiva hasta alcanzar los órganos vitales, provocando la muerte. Ese fue el destino que Sócrates escogió, con valentía, tal y como explica Platón en su diálogo Fedón: “Ese fue el fin, Equecrates, que tuvo nuestro amigo. El mejor hombre, podemos decir, de los que entonces conocimos. Y de un modo muy destacado, el más inteligente y el más justo”.
Sócrates se erige como el pilar fundamental de la filosofía occidental por una razón simple: fue el primero que le dio a esta su función principal, la búsqueda interior del ser humano. Creyó sinceramente que podíamos comprender objetivamente los conceptos de justicia, amor y virtud, defendiendo la idea de que todo hombre (o mujer) debía y podía conocerse a sí mismo. Combatió la ignorancia como si de una plaga se tratase, considerándola la causa de toda la maldad humana, y transmitió esas ideas a todo el que quisiera escucharlas. Siglos después ese es tal vez su más grande legado: seremos justos cuando seamos capaces de entender qué es el bien. Ahí quedan sus enseñanzas y su ejemplo.

-Jaime Fdez-Blanco Inclán

Leído en: Filosofía Hoy

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